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Ando mucho de aquí para allá. Mirando siempre. Con atención a lo que se me cruza y en ese andar miro las plazas de cada lugar por el que paso. El hacerlo me permite efectuar un juicio que estimo certero sobre la calidad de la administración comunal.

Sé que hay de distintos tipos de plazas. De las secas o duras, que son espacios para que la gente circule y reclame, como debiera ser el caso de la Plaza de Mayo porteña, ya que empecinase en no hacerlo, es algo parecido a la tragedia de Sísifo, en cuanto es intentar un siempre volver a empezar.

Y, aunque no se crea, se habla también de plazas azules, en las que el agua de fuentes juega un papel fundamental. Y se habla también de plazas amarillas que no serían sino nuestras playas de arena fina y limpia.

Pero para mí, y en eso han de coincidir muchos, la plaza por antonomasia es la plaza jardín, o la plaza paseo, como se la quiera llamar. Llenas de árboles umbrosos y de formaciones vegetales con flores. Con veredas amigables por las que transitar, y bancos en abundancia, cómodos, enteros y limpios, donde morosamente reposar.

Hago una advertencia, al llegar a un lugar no hay que limitarse a visitar la plaza principal, o mayor como se la llama en España, sino ver el estado de las otras plazas, luego de cuidarse de constatar que las haya e inquietarse de no ser así. Porque limitarnos solo a visitar esa plaza central, puede llevar a que tengamos una impresión mentirosamente equivocada de lo que en realidad es cada lugar.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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