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En distintos lugares de nuestra amigable geografía -incluyendo el este uruguayo, que es una suerte de enclave nuestro- la tragedia ha golpeado con fuerza este verano, truncando vidas que apenas brotaban, lastimando con fuerza a sus familias, comenzando por su padres, y conmoviendo a todos nosotros. Es que una lamentable falta de empatía, presente entre nosotros, afortunadamente, casi con unanimidad, no alcanza al dolor que provoca la muerte de un chico.

En mis manifestaciones soy alternativamente ríspido, irónico, hasta mal pensado, esperanzado y hasta alegre. Es así como soy yo, como es la mayoría y como se manifiesta la vida en sus caprichosos momentos.

Es por eso que no temo preguntarme si la solidaria compasión que sentimos ante situaciones como las relatadas, tiene más que un lejano parecido con las tormentas de verano, que sacuden cuando llegan y se olvidan rápidamente cuando forzosamente siguen su marcha; y que si no alimentamos esa empatía, de manera que nos lleve a ocuparnos, con preocupada responsabilidad de todo lo que significa el hecho que casi cuatro de diez chicos entre nosotros corren peligro de pasar hambre, cuando ya no son irrecuperables desnutridos, nuestro destino es más que incierto.

Son chicos sin rostros, que en el caso de morir, su fotografía y la de sus familiares no aparecen en los medios sociales, pero a quienes su muerte prematura los iguala, aunque hasta ese momento la vida los haya tratado distinto.

De allí que se me ocurre que cabría aliviar la carga de la muerte de las criaturas a las que nos referimos, si cuidáramos vigilantes de tantas otras criaturas amenazadas, no solo matándoles su hambre, sino ayudando a su desarrollo como personas.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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