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Ya no es necesario leer carteles, “Ciertos reyes no viajan en camellos” dice la calco del auto de adelante y siguiendo esa caravana sabemos que vamos en la dirección correcta. El tráfico se hace denso y ya es posible escuchar la música del auto de al lado, es El Indio, por supuesto. Un cartel marca las direcciones, un camino para los colectivos y otro para los autos, como argentinos serios evadimos las indicaciones y seguimos a nuestra caravana hasta el centro de la ciudad.

Entrar en Gualeguaychú es como entrar a una ciudad india, imposible hacer más de una cuadra sin oír una canción, ver una remera, descubrir un grupo acampando que nos remita al recital. Los habitantes, entre asustados e intrigados miran por las ventanas de sus casas el fenómeno, la invasión es total. Haciendo caso a la marea seguimos andando, buscando un lugar, aunque sea un espacio de tierra para desplegar nuestra parrilla y almorzar. Después de media hora de peregrinación lo encontramos, es perfecto, una isla en el centro de una avenida. Ya está repleta de “ricoteros”, pero ahí, a un costado parece haber lugar. Desplegamos parrilla con choris, hamburguesas y morcilla, es oficial, empezó la misa india.

Corren las cervezas, los fernet y el vino que compartimos con nuestros vecinos y nuevos mejores amigos de Villa María, Córdoba. Pasan las horas, baja el sol y llega el frío, es hora de comenzar la peregrinación. 45 cuadras hay hasta el estadio, 45 cuadras nos separan de la celebración.

Gorritos, remeras, artesanías se venden al grito de “el merchandising oficial del indio, la remera oficial de recital”. El camino es largo y frío pero se calienta con el entusiasmo y la energía de la gente que camina apurada pero se toma el tiempo de frenar en una bar a bailar cuando escucha algún tema del Indio. Todo es fiesta y todos somos amigos.

Sorprende la poca policía. Ocasionalmente uno o dos oficiales te marcan el camino, pero nada parece hablar de esos miles de uniformados que se enviaron a la ciudad para controlar al recital. Igual no importa, la gente esta tranquila, la gente está feliz. Un hombre ayuda a su amiga que está en muletas, un padre lleva a su hijo de no más de 4 años en los brazos mientras una mujer le ofrece ayudarlo, se respira buena onda. Familias, amigos, compañeros predominan y la seguridad formal se hace innecesaria.

Un corajudo ofrece “clones” de las entradas y aquellos que hicieron varios kilómetros sin haber comprado sus tickets entregan 50 pesos a cambio de una fotocopia a color. Suena arriesgado, pero también lo fue hacer todo ese viaje sin entradas.

La procesión sigue su curso y cada vez son más las personas que se acumulan en una única calle, cada vez es más la euforia, debemos estar cerca.
A lo lejos se ven luces y los uniformes verdes anuncian la llegada de un control, tiemblan los dueños de los famosos “clones”. Nadie nos frena y seguimos caminando y cantando, cada vez más fuerte, cada vez más cerca.

Un segundo control se aproxima al grito de “entrada en mano”. Los “clones” vienen detrás mío y caminan rápido, seguros. Pasamos el control, nadie nos pide las entradas, estamos adentro.

Los primeros minutos dentro del predio solo se puede pensar en una cosa, alejarse del barro. La gente cae, se ensucia, se moja, pero nada puede frenar la alegría, la energía positiva que rodea el evento. Un padre que lleva a su hijo de escasos 8 años en hombros se cae, un hombre corpulento lo ataja y el caos se cubre de solidaridad y compañerismo. Extraños se toman de la mano y se ayudan a pasar por encima de esta peligrosa tierra movediza.

Pasadas las 10 de la noche suena el primer acorde. A lo lejos se distingue “Nike”, la gente se emociona, salta, canta, baila. La música apenas se oye, pero la emoción no decae. 170 mil personas cantan al unísono. Un hombre de 60 o más años baila con su mujer. “yo soy ricotero viejo” declara, y le creo. El frío se hace presente, el viento se lleva la música, pero no el entusiasmo ni la felicidad.

El escenario esta un poco demasiado lejos, pero nadie se queja. La gente no viene a ver al Indio, eso está claro, vienen a sentirlo. Con cada canción viene un nuevo baile, un nuevo salto y se hace honor al título del pogo más grande del mundo.

Finalmente suena Jijiji y el recital llega a su fin. Damos por finalizada la misa y los fieles pueden volver a sus casas. La mayoría está embarrada de pies a cabeza. Un chico camina por la calle sin una zapatilla y sin el pantalón. “es que quise ir bien adelante” declara, y nadie sigue preguntando.

“Faltaron temas de los redondos” ,“el sonido se iba con el viento”, “se veía bastante poco”, se escucha en el camino de vuelta. Pero a la pregunta ¿volverías?, la respuesta es siempre la misma “Yo al Indio lo sigo hasta la luna”.

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