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Si escuchamos hablar de cuidar a nuestras mujeres, estamos ante un varón potencialmente peligroso

Como si fuéramos presas de caza


Se me ocurre que no somos del todo conscientes de hasta qué punto, desde siempre, los hombres hemos sido presas de caza de otros hombres. Y que por eso quienes han oído hablar de un tal señor Hobbes, y saben que en algún momento saliera de su boca la afirmación de que el hombre es el lobo del hombre, han prestado mínima atención a lo que aparecía poco menos que una frase ingeniosa, para luego desentenderse de ella.

Y sin embargo, hemos sido y seguimos siendo o cazadores o presas de caza de esos cazadores. De allí, para hacer referencia a un solo ejemplo que no nos debiera resultar extraño: el escritor compatriota Adolfo Bioy Casares publicó, de esto ya casi medio siglo, una novela titulada "Diario de la guerra del cerdo". Narración breve, en la que se cuenta una guerra entre los jóvenes y los ancianos. Su protagonista es Isidro Vidal, un jubilado que un día despierta y descubre que los jóvenes han decidido comenzar a atacar y a amenazar a los ancianos. La novela está narrada desde el barrio Palermo, en la Ciudad de Buenos Aires, donde vive Isidro Vidal.

De donde cabría afirmar que Bioy Casares fue en cierta forma premonitorio, en la medida no podemos dejar de tener presente a la verdadera cacería de ancianos jubilados que muchachones realizan casi a diario, ya en la calle, ya dentro de sus casas, no sólo en las inseguras zonas del conurbano capitalino. Situación que, de una manera apenas eufemística, se ha visto repetida con una política sistemática (dejando de lado la cuestión de si ha sido o no deliberada) en la que muy magras jubilaciones han puesto muchas veces al borde de la inanición, y ha ido todavía más allá, a nuestros abuelos.

Inclusive en lo que pareciera extremar las cosas, cuando en realidad no lo es tanto, debiéramos preguntarnos hasta qué punto sino por acción al menos por omisión, nos sentimos y somos de una manera cruda aunque simbólica verdugos de tanto chico condenado a morirse, o a ver limitado el desarrollo de su inteligencia, algo que también es una forma de morirse, por haber permitido que se conviertan en presa de caza de la desnutrición, esa octava plaga, aunque no de Egipto.

Del simple homicidio al femicidio y el feminicidio


La multitudinaria marcha en Buenos Aires y en otras ciudades del país incluso la nuestra, realizada como es sabido bajo la consigna de Ni una menos, pretende servir para que tomemos conciencia hasta qué punto aquí y ahora la mujer, por el hecho de serlo, y dejando de lado su condición de ser humano, es una especialísima, en forma creciente, presa de caza.

Situación que me ha llevado, y así debo confesarlo a prestar a la cuestión una atención que hasta el momento no tenía, ya que me costaba comprender que el asesinato de una mujer pudiera ser otra cosa que un homicidio. Aunque mi consuelo ante ese pecado de docta ignorancia, reside en el hecho de que así como se aprende, como ahora está de moda decir, lo de ensayar, errar y seguir ensayando; nunca es tarde para aprender.

Y en ese aprendizaje me topé con el hecho irrefutable que no siempre el que mata a una mujer comete tan solo homicidio, sino que nos encontramos ante un homicidio y algo más. Ya que me llevó a comprender, tal como algún autor lo ha descripto, el femicidio es la muerte violenta de una mujer, cometido por un hombre por el simple hecho de ser mujer, con independencia que ésta se cometa en el ámbito público o privado y que exista o haya existido o no, alguna relación entre agresor y víctima.

Pero también llegué a enterarme que junto al femicidio existe otro tipo de delito, designado con una palabra que suena casi igual y que se refiere a una situación idéntica, aunque. . . con un matiz distinto. Es aquí cuando se hace presente el feminicidio, entendiéndose por tal a toda una progresión de actos violentos contra las mujeres, que van desde el maltrato emocional, psicológico, a los golpes, los insultos, la tortura, la violación, la prostitución, el acoso sexual, el abuso infantil, el infanticidio de niñas, las mutilaciones genitales, la violencia doméstica y toda política que derive en la muerte de las mujeres, tolerada por el Estado.

Una situación que se hace presente cuando el Estado da muestras de su total desinterés por este tipo de delitos a pesar del pleno conocimiento de su existencia, lo que conlleva su falta de respuesta ante la desaparición de mujeres y niñas en una clara muestra de ausencia de diligencia investigativa. O sea para remarcarlo aún más, existe feminicidio cuando el Estado no da garantías a las mujeres y no crea condiciones de seguridad para sus vidas en la comunidad, en el hogar, ni en el lugar de trabajo, en la vía pública o en lugares de ocio. Un estado de cosas que se da, desgraciadamente, en todo el país, y del que es un ejemplo paradigmático la situación vivida en Tucumán, durante la administración del gobernador Alperovich, con la desaparición de Marita Verón.

¿Por qué hay hombres que asesinan a sus mujeres?


Es por eso que también me he inquietado tratando de encontrar una explicación a la ola actual de femicidios. Y al respecto me ha calado hondo (más allá del hecho que la comparta y que se pueda encontrar en ella una respuesta única a una situación a todas luces compleja) la afirmación del profesor español Andrés Montero Gómez, Director del Instituto de Psicología de la Violencia de Madrid, quien aporta una respuesta plausible a ese interrogante.

Para comenzar, señalo lo que el autor destaca: más del 80% de las muertes en violencia de género se producen en el contexto de una eventual ruptura de la pareja a instancias de una mujer, una esclava que quiere romper sus ligaduras y reencontrarse con su identidad arrebatada. Por eso las matan.

Y lo paradójico resulta que los que asesinan son en estos casos ellos también víctimas, además de ser victimarios. Ya que los agresores de mujeres, herederos de una cultura machista (dicho en difícil: el código masculino dominante) han sido educados en la convicción de que, en cierto modo, tienen derecho a imponerse a "su" mujer, a exigir que ella se comporte como "debe" hacerlo una mujer.

Es eso lo que los lleva a entender que su pareja tiene no sólo que comportarse de una manera determinada, sino que "ser" de una manera muy determinada. La violencia de género es el instrumento del agresor para anular la personalidad de la mujer y conformar un nuevo ser, una nueva identidad, sometida y subordinada a los deseos de ese hombre concreto. En la medida en que la mujer opina, siente, razona, se conduce, se comporta, se expresa o se emociona desviándose del patrón de personalidad que el agresor considera debe ser el adecuado para "su mujer", el hombre utilizará la violencia. El hombre agresor es el tirano que se cree con legitimidad para someter a la mujer.

No es por eso extraño que el autor que vengo glosando, compare al femicida con el terrorista o su contrapartida, el dictador. Es por eso que el mismo señala que los femicidios son crímenes por convicción, igual que lo es el terrorismo. El asesino tiene la convicción de que es necesario matar. Es difícil de aceptar, pero quizás más de comprender y sobre todo de interiorizar para muchas personas, que la violencia hacia las mujeres tenga relación con el género, es decir, que maten a mujeres por el hecho de serlo. Y que cuando muchas personas reflexionan sobre el argumento de que las mujeres asesinadas anualmente en violencia de género lo han sido por su condición de mujer, no acaban de asimilarlo, no acaban de creérselo.

Eso sucede porque se pasa por alto, según el mismo autor, el hecho que la violencia de género es un crimen por convicción. El agresor aplica la violencia para mantener el comportamiento de la mujer dentro de unos parámetros que responden, exclusivamente, a la voluntad del hombre. De esta manera, el agresor está convencido de su legitimación para utilizar la violencia con el fin de lograr que la mujer se comporte conforme a un orden determinado. En eso, los agresores de mujeres no se diferencian de ninguno de los dictadores totalitarios que han asolado la historia de la Humanidad. El agresor de género es un dictador que impone su voluntad por medio de violencia en el marco interpersonal de una relación de pareja.

Es por eso que las cosas se vuelven más claras cuando llegamos a admitir que la desigualdad entre hombres y mujeres, descompensada hacia la preponderancia de lo masculino, ha sido la regla dominante sobre la que se ha construido nuestra sociedad. A medida que el progreso ha ido avanzando, nos hemos ido liberando de discriminaciones y esclavitudes. Y que el femicidio no es otra cosa que un terrible e inmerecido precio que las mujeres están pagando, por pretender demostrar algo que no necesita demostración, cual es que las mujeres son tan iguales y a la vez tan distintas a los hombres. Igualdad a la que los hombres nos sigue costando reconocer, por más que tratamos de eludir nuestra, muchas veces inconsciente, ambigüedad, recurriendo como los franceses a proclamar ¡viva la diferencia!

Aquí también: un cambio cultural


Habrá quien encuentre en las consideraciones de Montero Gómez un intento sesgado de defender a los femicidas. Lo que significaría que no se lo ha entendido. Ya que lo que él hace no es otra cosa que proponer una explicación, y no una justificación, algo que es una cosa muy diferente.

Todo lo que nos dice de la necesidad de un cambio cultural. De una trasmutación de valores y comportamientos que no solo deben darse en el ámbito de las relaciones de género, sino en la mayor parte de una sociedad ganada por el amoralismo hedonista como es la nuestra. Ya que mientras sigamos pensando tan solo en" hacer la nuestra" (habría que mejor decir "en hacer la mía") y nos manejemos con una "doble moral", algo que significa otra cosa que querer medir con varas distintas situaciones o conductas similares, seguiremos en el mejor de los casos quedándonos en campo de las buenas intenciones estériles.

En una palabra algo que nuestra sociedad está clamando es por cordura y por mesura. Y ciñéndome a mi tema ello significa al mismo tiempo que comprender que, tanto o más importante que acabar con el femicidio, es hacerlo con el feminicidio.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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