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Seguramente ha de existir algún ensayo, inclusive denso pero para nosotros al menos desconocido, que se ocupe de la "oquedad". Una vocablo que, en principio, solo se muestra como una manera que suena pretenciosa de hacer referencia a la existencia de un agujero o hueco, palabras cuyo significado nos resulta harto conocido. Y que ha merecido que alguien se tome el trabajo de pretender aclararlo de una manera por consiguiente innecesaria, cuando señala que "se trata, por lo tanto, de aquel lugar que permanece vacío dentro de un sólido, una particularidad que puede producirse por condiciones naturales o que puede generarse de manera artificial".

Su empleo se puede extender casi hasta el infinito, ya que podemos ir mucho más allá de la alusión a "un vacío dentro de un sólido", ya que hasta un en apariencia totalmente denso trozo de madera o de hierro -o cualquier substancia total e íntegramente sólida- no es sino paradojalmente una oquedad, si se tiene en cuenta que se trata de un conjunto de átomos y moléculas distintas y separadas a pesar de su apariencia. Dado lo cual se puede hablar también de "oquedad existencial", en referencia a una vida que por estar vacía de sentido apenas si es posible darle ese nombre.

Y que duda nos cabe que dentro de ese marco amplísimo también puede hacerse referencia a la "oquedad institucional".

Una situación ésta que nada tiene que ver con la eficacia del funcionamiento de las instituciones, en la estructura que las municipalidades tienen de una manera formal y por imperio de la ley, sino que hace referencia a la inexistencia en ellas de órganos o cargos destinados a atender necesidades comunitarias no advertidas como tales, y por ende ignoradas.

En esta oportunidad prescindimos de hacer referencia a la necesidad de que nuestras municipalidades cuenten con un "defensor de la ciudad", que cumpla la función de dar protección y amparo –defensa, en suma- a todos y cada uno de los vecinos en particular, ante lo que se muestra como un desmadre de la administración. Necesidad a la que no se le presta la debida atención, y que cuando así no ocurre se trata de implementarla de una manera lo más inocua posible, en cuanto al acotar y desvirtuar sus funciones se busca convertirlo en un instrumento inútil.

Nuestro interés se focaliza en cambio en dos situaciones que tienen que ver ambas con un desarrollo anómalo que se da con cada vez con mayor frecuencia en el crecimiento que, por más de un aspecto, aparece caótico de nuestros núcleos urbanos. Es que se da en ellos un estado de cosas que lleva a graficarlo con "la imagen del árbol torcido".

Dicho de otro modo que en nuestras ciudades y pueblos da la impresión (cada vez más consolidada) de que hemos "desaprendido" el real significado de lo que es vivir en comunidad.

La cosa no pasa por el hecho que se dé en nuestro país la primera localidad gobernada por narcotraficantes que rige una población, integrada, en gran parte, por cómplices y encubridores, todo ello bajo el cobijo de la sombra de una imagen de la Virgen.

Ni de la aparición en barrios porteños, no ya de pandillas juveniles, sino de "bandas criminales compuestas por niños" en lo que se presenta como una precoz anticipación de las famosas "maras" centroamericanas. La situación a la que nos referimos es menos grave, pero de cualquier manera constituye el terreno abonado para que de ella surjan esas anormalidades.

La primera tiene que ver con la dimensión impredecible que asumen los conflictos vecinales, o para decirlo de una manera más burda pero de cualquier manera más gráfica "las peleas entre vecinos", las que por lo general son provocadas por una minucia fortuita que se hace presente en el momento inadecuado, y por una reacción en cadena lleva a alimentar rencores cada vez más profundos, traducidos muchas veces en hechos de una gravedad irremediable.

En estos casos para apagar la chispa antes que se transforme en fuego, la acción policial no solo no resulta eficaz, ni puede serlo dado que es ajeno a su función específica, sino que puede llegar a ser contraproducente. A lo sumo no pasa de ser el ámbito de recepción de meras "exposiciones" por lo general cruzadas, mechadas por alguna denuncia que se pierde en los vericuetos tribunalicios, y que en el mejor/peor de los casos termina con los "expositores/denunciantes" presos por "contravenciones" ante su recurrente persistencia.

De allí que resulta imperioso dotar a nuestras municipalidades de un mecanismo que no es otro que el de la "mediación en los conflictos vecinales", a cargo de mediadores no solo especializados sino, sobre todo, idóneos. Recogiendo lo mejor de la experiencia – no se puede dejar de lado el número de casos en que ella se muestra frustrante por lo fallida y hasta inútil- que se da en las mediaciones judiciales en los ámbitos civil y penal. Considerando que la mediación en materia laboral, en los casos que sea el juez el que asuma ese rol, es otra cosa.

La segunda tiene que ver con la forma desangelada que exhiben muchos barrios, abarcando en esa expresión a quienes en ellos viven y la forma en que lo hacen.

No se trata de la mayor o menor pobreza de los vecinos, dado que si bien la pobreza está por todas partes, existen muchas formas de ella, y una de ellas, la que cambia, todo es el vivirla dignamente.

La cuestión no pasa por allí, sino en el caso de muchas personas –en la actualidad habría que decir de la mayoría- se tiene de nuevo la impresión de que se hace necesario enseñarles a vivir y a interactuar, de una manera que perciban el contraste entre una vida que no necesariamente tiene que ser gris a pesar de las dificultades y escaseces sino que, aún en esas condiciones, se puede acercar lo más posible a una vida plena.

Y para ello se exige que las municipalidades cuenten con "animadores socio culturales" bien formados y con una auténtica vocación de serlo, en lo que sería la contracara de un accionar que se limita a administrar - y en infinidad de casos malamente- la potencial clientela electoral. Una actual falencia que puede ser resumida en la descripción de un poeta que en uno de sus versos hablaba de "setenta balcones y ninguna flor".

Es que se esté donde se esté, sea cual sea nuestro lugar o pertenencia, se trata de cuidar primero y hacer luego crecer lo poco o mucho que se tiene.

Cuando se llegue a ese punto serán prescindibles tanto los mediadores como los animadores sociales. Porque habremos aprendido a vivir de otra manera, y para decirlo con todas las letras nos habremos transformado en otra cosa.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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