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La espantosa situación que nuestra sociedad vive en materia de seguridad es tal que, dejando de lado el interés enfermizo que en no pocas personas provoca el profundizar en los detalles de los hechos que forzosamente se incluyen entre las noticias policiales, hasta produce escozor y malestar el solo esforzado intento de describirla. Algo similar habría que decir de los "chismes de la farándula", que convierten a muchos en espectadores fieles del discurrir de un verdadero "conventillo mediático".

Con dos circunstancias remarcables; la primera que la vida humana parece haber perdido en el actual contexto todo valor, al mismo tiempo que el lugar en donde uno vive ha dejado de ser "su castillo", para decirlo con una expresión cara a las tradiciones inglesas. Aunque como contrapartida no pueden dejar de señalarse al menos otras dos circunstancias positivas, consecuencia que hayan salido a la luz dos tipos de delito que, a lo largo de los siglos, en las sociedades sino más virtuosas al menos regidas por valores y preceptos morales claros, permanecían ocultos como resultado de una mezcla de hipocresía, de vergüenza y de temor, cuales son por una parte lo que hoy se conoce como "violencia de género", y por la otra los abusos sexuales; aberrante casillero en el que cabe incluir en un lugar principalísimo a la pedofilia, que para colmo de males acaece en la mayoría de los casos dentro del ámbito familiar.

Dentro de ese marco, vemos a la opinión pública -o al menos a fracciones de ella- oscilando entre dos posturas que erróneamente se muestran como antagónicas, como consecuencia de la deformación sufrida por ambas. Una que se traduce en el conocido "garantismo", que es la bandera de combate de muchos jueces, profesores y profesionales del derecho y algunos nichos de opinión sensibilizados por esa temática. Deformación a la que lleva la necesaria y a la vez encomiable pretensión que la condena de cualquier imputado sea consecuencia de un proceso en el que se respeten todas las garantías constitucionales. El otro, el de "reclamo de justicia" que deja de ser racional cuando es la expresión de una compulsión vengativa -por más explicable que se pretenda que sea- del tipo de quienes, al hablar de un procesado, se exorbitan pidiendo "que se pudra en la cárcel".

En los últimos tiempos a esas posiciones antinómicas, se viene a agregar una nueva dupla, con dos núcleos que se los pretende ubicar en las antípodas, y que tienen que ver respectivamente con los "derechos de las víctimas", es decir los sufrientes por el hecho delictual dañoso, por una parte; y por la otra con "los derechos del victimario".

Todo ello con el añadido de la machacona queja -la que, por otro lado, no deja de tener una parte, pero tan solo una parte, de verdad- que mientras nuestro sistema judicial parece estar inclinado a atender al que ha delinquido, se olvida en una medida mayor que menor de las víctimas de los hechos delictivos ("el derecho de las víctimas", un tema que merece un tratamiento especial y separado, dado que su abordaje lo posponemos).

Composiciones de lugar que, independientemente de la valoración que pueden despertar, pasan de cualquier manera por alto el hecho que, tanto victimario y víctima -aunque en magnitudes distintas- ambos lo son, en la medida en que los dos se ven golpeados y dañados en su trayectoria vital. A la vez que los condenados a cumplir una pena de prisión por esa circunstancia no pierden su condición de personas y a la vez quepa desconocerles esa dignidad y no tratarlas como tales.

No es nuestra intención tampoco en la ocasión hacer una evaluación crítica acerca de nuestro inhumano sistema carcelario - calificarlo de ese modo no significa "estar a favor de los victimarios", sino simplemente desconformarnos con la manera en que son tratados- sino a hacer referencia a una iniciativa que en procura de su regeneración personal y reinserción social se lleva a cabo en una cárcel bonaerense, producto de una encomiable iniciativa de un ya veterano, que es lo mismo que decir que ha "colgado los botines", jugador de rugby.

Es que el mismo ha promovido, en función de su iniciativa, que en uno de esos penales la práctica de ese deporte, no solo ha dado lugar a la formación de un equipo compuesto íntegramente por encarcelados, que se reconocen bajo el nombre de "Los espartanos"; sino que, a través del interés que despierta su práctica entre los reclusos, ha conseguido resultados que se traducen no solo en una mejor convivencia dentro del penal, sino una caída sorprendente en la reincidencia en el delito de quienes lo han practicado y dejan atrás las rejas al cumplir su pena.

Circunstancia que ha redoblado el entusiasmo del autor de la iniciativa, al buscar la manera que funcione dentro de la misma penitenciaría una estructura que les permita completar sus estudios a todos los niveles, inclusive el universitario.

Claro está que un emprendimiento de este tipo no es nada más que una gota en el desierto hostil que constituyen nuestras cárceles. Pero de cualquier manera el encomio que merece la iniciativa, da a la vez pie para otras consideraciones.

Se debe así apuntar al amodorramiento -que es lo menos que puede decirse- que revelan quienes tienen las más altas responsabilidades a cargo del sistema carcelario estatal, que los vuelve incapaces de elaborar y dar curso a ideas creativas que permitan mejorar la calidad de vida y la reinserción social de los alojados en sus dependencias (salvo quizás el estropicio digno de un Fellini, por el que se concibió en algún momento durante la pasada década la formación de un conjunto de murgueros dentro de una de ellas).

Una amodorramiento producto del desinterés, cuando no de la falta de formación adecuada o de la ausencia de ideas, por parte de los cuadros directivos del sistema -que justo es reconocerlo, viene acompañado de ese desentenderse de lo que es un grave problema social, por parte de una mayoría de la población-, que hace aún más meritorio los esfuerzos del autor de la iniciativa.

Algo que lleva a pensar en qué medida podrían llegar a ser distintas las cosas si todos, en la medida de nuestras capacidades y posibilidades, nos mostrásemos atentos a la infinidad de necesidades que existen en nuestra sociedad, y para cuya solución cada cual está en condiciones de contribuir al menos con un granito de arena.

Es que al respecto debe tenerse en cuenta que el concepto de ciudadanía está fuertemente imbricado con la conciencia de nuestra individual y colectiva responsabilidad en los asuntos de interés público o esa de "las cosas del común". No hay que olvidar que en sus orígenes con la expresión "privado" -tan valorada actualmente, sobre todo en el campo de la economía- se hacía referencia al que adolecía de "la falta de algo", y que precisamente por eso se hacía una preferente alusión a quienes tenían la cabeza total o parcialmente vacía.

Y esa "privación" -que lo era en cuanto se la consideraba viciosa- precisamente resultaba consecuencia que quienes así eran calificados lo eran por su total desapego a los intereses del conjunto.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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