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No deben haber sido pocos quienes lo habrán visto por TV. E inclusive algunos de ellos pueden estar adivinando a qué nos referimos. Se trata simplemente de la manera en que reaccionó un vecino cualquiera de un barrio, que imprecisamente se indica que eran los porteñísimos Caballito o Flores -en realidad para el caso da lo mismo- que al abrir la puerta del garaje de su casa con el propósito de sacar su auto se encontró con otro, estacionado en la calle obturando esa salida. Y el por qué de esa reacción no tiene mayor importancia, ya que en principio ante una circunstancia así puede pasar de todo.

Aunque en este caso concreto, conforme los dichos del propietario del vehículo corroborados por los de su mujer -en respuesta al periodista que los interrogaba acerca del por qué "el sacar su auto a la vía pública"- agregó una peculiar tensión al trance habitual: la preocupación siempre presente al momento de efectuarlo de no poder hacerlo por una circunstancia como la relatada, en el caso de tener que llevar a su padre anciano o su pequeño hijo aquejado de una enfermedad que se presume compleja y crónica en procura del auxilio médico, situación que al parecer se le presentaba en forma frecuente, pero que en este caso fue como "la gota que rebasa el vaso" y se transformó en el encendido de la mecha de una explosión. Debe señalarse aquí una inconsistencia cuya trascendencia cada lector deberá evaluar por su cuenta, ya que nuestro amigo frustrado no tuvo sorpresa sobre la situación que lo esperaba, dado que su casa cuenta con cámaras sino de seguridad como mal se las denomina, de "observación y de registro", y ello le habría permitido establecer que en la noche anterior a eso de las 2 de la mañana, se estacionaba en el lugar un auto blanco, y como su conductor, luego de asegurarse que estaban bien cerradas todas sus puertas, tuvo tiempo para detenerse en el lugar unos minutos, primero encendiendo y luego fumando un cigarrillo.

Debe agregarse a todo lo relatado hasta aquí de una manera minuciosa otra circunstancia más, cual es que nuestro infortunado amigo al verse una vez más víctima de una impotente frustración, tomó una determinación que seguramente hacía tiempo que venía madurando, sin decidirse a llevarla a cabo: se acercó al automóvil mal estacionado y comenzó a maniobrar agarrándolo con ambas manos del espacio sin cubrir del guardabarro trasero derecho, y mediante sucesivos bamboleos acompañados de una seguidilla de pequeños desplazamientos, consiguió primero llevarlo a una posición de 45 grados respecto al cordón de la vereda de su posición inicial de paralelismo, para luego -y aquí no queda bien claro la forma en que lo hizo- lograr ponerlo en una última posición de 90 grados de ángulo del auto del cuento respecto a la vereda.

Como detalle menor sobreañadido -existen varios- traducido en un mayor número de cuitas referido al hecho, resulta que por el lugar pasaron sucesivamente mientras nuestro amigo llevaba a cabo ese esforzado cometido, primero un vehículo policial, y luego otro de la inspección municipal de tránsito, llevando cada uno de ellos a bordo personal de ambas reparticiones que al ser interpelados por el ya cansado vecino recibió de ellos idénticas respuestas, cual es que lo ocurrido se trataba de una cuestión al margen de sus respectivas competencias y responsabilidades.

¿Qué reflexiones puede provocar lo hasta aquí relatado? Indudablemente una primera tan solo conjetural, respecto a lo que hubiera podido llegar a suceder en el caso que apareciera en el lugar el dueño del automóvil mal estacionado en plena maniobra de desplazamiento, sobre todo si se tiene en cuenta nadie ignora la locura trágica de los tiempos en que vivimos en que es cosa del pasado el tan mentado "irse a las manos", y en la que todo pretende desarreglarse convirtiendo cualquier cosa en una "cuestión de tiros".

Habría también que hacer referencia a las grandes dosis de paciencia del protagonista, ya que en lugar de proceder en cualquiera de las formas perversamente dañinas que puede llegar a imaginar hasta el más inocente de nuestros niños, optó por hacerlo de una manera que se circunscribía a poco más que a señalar una falta: dejar sentada una advertencia, y por sobre todo descargar su bronca de una manera que le permitía hacerlo con el menor daño posible al provocador de tanta ira disparada.

Corresponde luego la referencia a la reacción de los policías y de los agentes de tránsito. No se trata en este caso de extremar las cosas llegando a decir que ese es un comportamiento común entre los servidores públicos. Pero que dentro de los cuadros administrativos que tenemos que padecer, "que los hay, los hay" de esos que ante una solicitud que se les formula, son especialistas -de entrada no más- de buscar la manera "tirar la pelota afuera".

Habría, a esta altura, que abrir un paréntesis con el objeto de tratar de imaginar las elucubraciones que hace en su cabeza, una persona de procederes circunspectos y de buenas maneras, cuando le ha tocado vivir situaciones parecidas, al tener que convivir con la música atronadora de un boliche bailable vecino durante toda la noche y, mal de males, hasta mucho después de haber amanecido el nuevo día. O en el caso de los mal entretenidos, que en forma recurrente embardunan, muñidos de aerosoles, los tapiales o los frentes -algo que duele igual estén o no recién pintados- de la propia casa. Y que en caso del relato bien pudo haber quedado plasmado en la imagen de una suerte de contenedor liviano y por ende fácilmente trasladable, con posibilidad de poder electrificárselo a voluntad, y que se pudiera colocar "para cuidar el lugar" después de guardarse el auto en el garaje. . .

Pero en realidad las únicas, verdaderas y tristísimas conclusiones que se extraen de la ínfima aunque doliente anécdota relatada, ya que no alcanza ni remotamente a ser lo que se conoce como "historia de vida", es el mal trato que tantas veces aplicamos a otros de la forma que, por ser en apariencia más sutil aunque resulta sin embargo la más cruel de todas, cual es mostrar hasta qué punto los demás no nos importan. Hasta el extremo que por aquello que "no cuentan", se los ignora o se los trata como cosas.

En un comportamiento que va más allá del desprecio, ya que no se puede despreciar a quien se ignora.

Al mismo tiempo, poniendo las cosas en positivo, sería realmente maravilloso que todos y en toda ocasión tuviéramos en cuenta que los demás importan y actuáramos en consecuencia. Somos conscientes del pequeñísimo paso que se precisa dar para transformar las cosas.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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