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Lino Villar Cataldo.
Lino Villar Cataldo.
Lino Villar Cataldo.
Cuando comprender es más que explicar, pero menos que justificar

Existen situaciones -casi todas verdaderamente dramáticas- de nuestra vida cotidiana, que en gran medida vienen a sobrepasar la capacidad de los periodistas para efectuar su análisis. Máxime cuando se trata de casos que deben ser ubicados en un contexto en que la información resulta necesariamente escueta; a lo que se agrega que lo que se pueda decir al respecto –lo que siempre es una opinión, y por ende no puede pretender alcanzar la categoría de certeza y menos de dogma- choca con posturas inflexibles y hasta totalmente rígidas; cuando no se está frente a actitudes prejuiciosas de quienes se imponen de su contenido y muestran un rechazo íntimo al análisis, apenas al haber comenzado a conocer el hecho.

El primer caso es el de Lino Villar Cataldo, un médico que en agosto del año pasado al salir de su consultorio ubicado en Loma Hermosa, localidad del partido bonaerense de San Martín mató a un ladrón.

El hecho ocurrió cuando Cataldo, arriba ya de su automóvil para emprender el regreso, fue abordado por un delincuente, el que le dio un culatazo en la cabeza y lo sacó del vehículo subiéndose al mismo mientras el médico, desde el suelo, le disparaba con una pistola 9 mm por cuatro veces, provocándole al ladrón su muerte.

Ese caso ha vuelto a adquirir notoriedad en virtud de la circunstancia por la cual la fiscal de la causa acaba de solicitar al juez la elevación de la misma a un tribunal oral, apuntando a Cataldo como autor del delito de homicidio agravado, el que tiene en el Código Penal contemplada una pena de veinticinco años de prisión.

La discrepancia que se hace presente en este caso entre el Ministerio Público y Cataldo, se encuentra en determinar cómo llegó el arma a las manos de Cataldo. Éste afirma que la misma estaba escondida en un macizo de plantas ubicado al borde del cordón cuneta del frente de su casa, mientras que para la fiscal, Cataldo la llevaba encima y disparó al ladrón cuando este escapaba con el auto robado.

El drama que vive el médico y que vivió quien le robara, no es el único ya que existen otros similares. Como el de un empresario que en el barrio porteño de Caballito baleó a un ladrón que intentó robarle un sábado a la mañana, cuando ya éste había fallado en su intento y escapaba. Se suma también otro caso acaecido en la ciudad bonaerense de Campana, cuando Federico Lischetti (21) fue abordado por Ángel Coronel (22) y Delia Soto (18) quienes le apuntaron con un arma y le robaron su celular. Luego, se subieron a una moto que conducía Coronel y escaparon. Pero la víctima entonces decidió perseguirlos: se subió a su auto y los siguió hasta que un cruce los alcanzó y los chocó. Los dos jóvenes ladrones cayeron al piso y, producto de los golpes recibidos en la caída, la chica falleció horas más tarde.

Más conocida es la desgracia del "carnicero de Zárate" Daniel Oyarzun, que fue robado por dos delincuentes en su local para luego huir en una moto; el carnicero los persiguió con su auto y mató a uno de ellos luego de atropellarlo. Fue detenido, pero luego puesto en libertad con el argumento que no había sido su intención matar a los atropellados.

Algo similar resultó en los otro dos casos citados de donde la excepción – hablaríamos del "pato de la boda" si dada la situación ello no resultara manifiestamente impropio- sería tan solo la del médico Cataldo, por haber sido su causa elevada a juicio y poder resultar condenado.

Analizada la cuestión, que se repite en todos los casos casi calcada, aunque con ligeras variantes, en el plano de la teoría pura y haciendo abstracción de su contexto inmediato, sino ubicada en una trama tanto temporal como espacial más amplia, cabría afirmar que en todas esas situaciones no se hace otra cosa que ver a las víctimas asumir el rol del victimario.

Ello así en tanto y en cuanto entre la agresión primera y la réplica subsiguiente –a la que cabe asignar también el mismo calificativo- se produce una suerte de "quiebre temporal", como consecuencia de lo cual en apariencia nos encontramos ante un único episodio pero, aunque así se considerara, estamos ante dos hechos distintos, que son los dos igualmente materia de juzgamiento y eventual condena.

Demás está decir que conocemos la respuesta –o las respuestas- a una conclusión como la expresada. Respuestas que van desde el brutal "el único chorro bueno es el chorro muerto", pasando por el irrazonable "entonces hay que dejarse robar, nomas", hasta el, en apariencia más sensato, "que garantía tenemos de que después de robarnos no terminen matándonos como ocurre tantas veces".

Es aquí donde se hace presente la alusión a que no es lo mismo explicar que comprender y que justificar. Es que en el contexto caótico y malsano en que vivimos se explican reacciones de este tipo a las que inclusive, yendo más allá, hasta podemos llegar a entender y darle una absolución de naturaleza empática, basada en la circunstancia que no sabemos –lo que no es lo mismo que lo que debiéramos hacer- como reaccionaríamos ante una situación similar.

Frente a lo cual se hace presente el gran dilema que nos aprisiona, y que nos hace muchas veces dudar acerca de si es la forma correcta de actuar la de la fiscal que pidió que Villar Cataldo -quien se encuentra en libertad por una excarcelación extraordinaria- sea sometido a juicio oral acusado de un "homicidio agravado por el uso de arma de fuego", delito que prevé una pena de 10 a 25 años de cárcel.

El dilema es cómo comportarnos frente a una situación en que, si bien la ley existe en el plano formal, considerarla vigente a nivel de los hechos resulta harto problemático. Ello debido a la forma en que se la interpreta y aplica –aun por los mismos jueces- cuando se la transforma en un verdadero acordeón al que se lo ve estirarse y retraerse, cuando no lisa y llanamente se lo manda. . . a guardar. A lo que se agrega la circunstancia que junto a las eventuales responsabilidades personales existe, al menos en parte, la responsabilidad solidaria de un Estado que, de proceder correctamente, tiene que ajustarse a la ley a la hora de juzgar, pero que al no tener el monopolio de la fuerza, tantas veces nos deja desamparados y desprovistos de toda seguridad.

Todo lo cual significa la necesidad de que erradiquemos de nuestra sociedad toda expresión de justicia por mano propia, ya que ello no es otra cosa que instituir el imperio de la ley de la selva. Algo que indudablemente no se logrará de un día para el otro. Y que exige, frente a casos como los referidos, encontrar un vía intermedia entre la licencia para matar y la rigurosidad extrema en las condenas.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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