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Mapuche revisando al policía.
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El domingo y la tan callada sobriedad asumida por la ciudadanía a la hora de votar; la que contrastaba con el accionar de grupos asociales rompe/vidrieras y atisbos piromaníacos -cuyo azote en la Plaza de Mayo el pasado sábado, poco menos que silenciaron los medios- quedaron atrás. Cayó el telón y ha llegado el momento que los muertos entierren a sus otros muertos.

Ya que de lo que ahora se trata es que todos miremos hacia adelante. Con la convicción real de que no hay vencedores ni vencidos –ya que los que están presos y los que debieran estarlo son harina de otro costal- dado el hecho que en realidad todos no somos otra cosa que derrotados, o al menos víctimas, y a la vez victimarios de distinto grado de maltrato.

Aunque también con mayor o menor deseo de levantarnos y recomenzar, lo que suena un poco a resurrección. Una figura no del todo cierta, ya que si miramos hacia atrás, aun antes de que desembarcara Pedro de Mendoza en estos lares, ya uno de sus lugartenientes había muerto asesinado en el trayecto. Algo que viene a decir que antes de comenzar a ser, lo que todavía sigue siendo una tarea inconclusa, ya nos estábamos destripando unos a otros. Y que desde entonces hasta ahora hemos visto transcurrir el tiempo en una riña constante, cuando no letal.

Habrá quien diga –y así se lo ha escuchado repetidamente- que "el país quedó pintado de amarillo", utilizando una figura que eufemísticamente cabe considerar aceptable. Pero todos debemos advertir –comenzando por los, las más de las veces, ignotos candidatos que resultaron ganadores en estos comicios- que lo que nuestra sociedad necesita es algo que vaya más allá de un mero cambio de color. Una afirmación que es una advertencia para los victoriosos, que debe llevarlos a evitar ensoberbecerse de su triunfo electoral

Existen males que la incuria colectiva, cuando no la complicidad y la conveniencia, han convertido en marcas ominosas de nuestra sociedad, con los que la mayoría nos hemos acostumbrado a convivir, naturalizándolos, como ahora se dice. Son ellos, y no los únicos, la corrupción, la drogadicción y la pobreza; claro está que en el caso de no ser víctimas directas y ostensibles de algunas de esas lacras. A las que se agregan otras falencias y corruptelas que no son tampoco de menor cuantía.

Pero la primera exigencia con la que nos encontramos para avanzar hacia el destino con fe, es que, de aquí en más, asumamos como meta el compromiso irrevocable de respetar la ley a rajatabla. O lo que es lo mismo, respetar "la autoridad de la ley" y de quienes estén encargados de aplicarla, a la vez que a ella se someten.

Un orden de ideas que debe aventar la hipócrita estratagema de gobernantes y gobernados, quienes, cuando eran notificados de una disposición del Rey -muchas veces intentaban salvar su ropa y casi siembre lo conseguían- manifestando solemnemente en el momento de imponerse de esa comunicación aquello de "acato pero no cumplo".

Una actitud que a la vez tendría su contracara, en el hecho que el crecimiento económico de lo que entonces eran las tierras de un Virreinato, fue posible gracias al contrabando, con el que buscaban enfrentar un sofocante monopolio comercial impuesto por España. De donde, en este caso, se trata de advertir que la palabra "contrabando" significa no otra cosa que un tipo de acción contra la ley, si se tiene en cuenta que el "bando" no era, ni es, otra cosa que una ley. Dado lo cual decir contra-bando o contra-ley es una misma cosa.

Un estado de cosas el descripto, que se tornó más confuso y acentuado un siglo y medio después, ante la aberrante ferocidad de la reacción estatal frente al accionar de grupos ideológicos violentos, estructurados militarmente y cuyo objetivo manifiesto era convertir a la nuestra en una "patria socialista". Una reacción que provocó una contra-reacción, en la que cualquier intento de aplicar la ley podía llegar a convertirse en una violación de derechos humanos, ya que se partía de una perversa y a la vez ominosa confusión entre "autoridad" y autoritarismo".

De allí que en alguna ocasión, desde estas mismas columnas, se haya visto escribir acerca de un "estado frágil", consecuencia de que al mismo se lo ve debilitado en grado sumo en uno de sus elementos esenciales cual es el efectivo "monopolio de la ley".

Todo ello como consecuencia de una coyuntura en la que el dejarse estar estatal frente a las transgresiones, aparece como el mal menor ya que los costos que significarían la pretensión de aplicar la ley resultarían aún mayores que los provocados por su transgresión. De donde un estado débil se muestra como un estado temeroso y se desdibuja el límite que necesariamente debe existir entre aquello que significa prudencia, y el anárquico dejar hacer.

Es que hay que tener en cuenta que una ley a la que no se respeta, y ante su transgresión no se obliga a cumplirla, no es otra cosa que una más o menos prolija "hoja de papel".

Muestras de esa falta de respeto y deterioro cuando no ausencia de la autoridad pública, las tenemos a montones. Y van desde una evasión impositiva endémica, que lleva a que los que pagan sus tributos los vean transformados en asfixiantes, cuando no lisa y llanamente confiscatorios como consecuencia precisamente de esa evasión generalizada, hasta el aparente accionar inocente de padres que arriman botellas con bebidas alcohólicas a sus hijos que participan de festividades primaverales, en las que se ha prohibido su consumo.

Nuestra realidad inmediata nos ha impuesto un ejemplo emblemático en la materia, como consecuencia de la desafortunada muerte de Santiago Maldonado. Respecto a la que, como en el caso de tantas otras infortunadas muertes que suceden a diario, debe ser esclarecida en forma acabada y, de haber culpables, castigarlos.

Dicho lo cual nos referimos al comportamiento de grupos de mapuches, con respecto a las cuales debemos hacer un esfuerzo en considerarlos como hermanados, ya que da la impresión que ellos reniegan de cualquier vínculo con el resto de los argentinos.

Y como consecuencia de esa tragedia, hemos asistido a otra tragedia sobreañadida – no importa cuál sea la de dimensión mayor- ya que nos hemos enterado de la existencia de "territorios sagrados" y por ende inviolables, de jueces que interrogan a testigos encapuchados y de personal de seguridad al que se palpa de armas antes de poder seguir avanzando para cumplir sus deberes. Todo ello en procura de evitar males mayores, y en aras de buscar la verdad. Una expresión que muestra hasta qué punto la ley y la autoridad están quebradas y hechas pedazos y cuál es la primera terea a emprender.

O lo que es lo mismo: nadie duda que tenemos que cambiar. Pero, ¿realmente nos comprometemos a hacerlo? Esa es la pegunta del millón.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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