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Se dice que los gobernantes son soberbios, o que al menos se sienten tentados de serlo. Y que, a la vez, los periodistas tienen inclinación a ser vanidosos, entre otros muchos, grandes y chicos, defectos.

Algo que no es ninguna novedad, ni en un caso ni en el otro. Respecto a los primeros, los gobernantes, se ha casi transformado en un lugar común la referencia a lo que suena a una enfermedad – la que ha dado en ser llamada como "síndrome de hubris"- y no sería otra cosa que "la enfermedad del ego".

Y en el otro caso, los periodistas, algunas veces sucede que, por su profesión, se crean que "las saben todas" y que por el respeto que muchos en ocasiones inspiran, existan personas, con temores fundados o no, que teman se acuerden mal de ellas.

¿Tiene nuestro presidente enfermo su ego? Al menos ese grave defecto no parece tenerlo. Y una prueba confirmatoria de esa respuesta negativa, ha venido a quedar de manifiesto, de una manera clara aunque implícita, en su convocatoria pública de ayer, efectuada con palabras que sonaban sinceras, expuestas en un ámbito sobrio, gratamente ausente de aplaudidores, y en el que de una manera simbólica se hacía presente el pueblo, dada la amplitud de la convocatoria y la respuesta recibida.

No se trata aquí de entrar en la discusión acerca de si es la primera vez que nuestro presidente habló como un estadista y se vistió de tal. Pero lo que de cualquier manera es destacable – y provoca alivio y esperanza- es que la convocatoria a que aludimos, se hizo dentro de un contexto, en que se ha vuelto común hablar de un "cambio de época". Algo de una dimensión que suena saludablemente como el fin de la desmesura en la que como pueblo y como personas hemos tantas veces caído. Y poder ,cada vez que ello ha ocurrido y sin el menor sonrojo, sentirnos protagonistas y asistir a esa- presuntuosa y por lo demás siempre hueca- proclamación de quienes piensan están llevando a cabo un "acto fundacional", o, lo que es lo mismo, una refundación más –¡y cuántas van!- de nuestra maltratada patria, cuya historia está llena de "refundaciones fallidas" y de programas utópicos que en ocasiones no fueron otra cosas que inocentes sueños ingenuos, y en otras engendros perversos con costos sangrientos.

Ninguna pretensión de estar fundando nada. Ni siquiera se mencionó la palabra "paradigma" ante la cual, frente a la imprecisa y a la vez doctoral suficiencia con que se la introduce en cualquier espiche con pretensión de discurso, aciertan los que alarmados y presurosos ante solo escucharla buscan escaparse.

El presidente sólo aludió a metas, con las que su logro es difícil no estar de acuerdo, y que para conseguirlas necesitan necesariamente ser compartidas. Es que, al momento de implementarlas, se debe partir de la comprensión de que para volverlas realidad habrá necesariamente que pagar un costo, que no será liviano, aunque es de esperar que si sea equitativo.

Y si hicimos referencia a la vanidad de los periodistas, es por cuanto aún antes de escucharlas, Jorge Lanata, cuya lucidez y desenvoltura cargada de histrionismo es por todos reconocida y por muchos festejada- vino a reprochar al presidente hubiera demorado dos años en hacerlo, ya que era precisamente lo que debió haber hecho cuando asumió la presidencia como un bien montresco, pese a que se suponía que vivíamos en un Estado institucionalizado, donde existe lo que conocemos como "trasmisión del mando".

Es que contra esa afirmación, que tiene mucho de gratuita, se debe tener en cuenta que el comportamiento del flamante presidente fue en su momento la manifestación de una humilde prudencia, ya que no solo venía a sentarse en un sillón inestable sino que tampoco tenía ni idea de lo que podía llegar a encontrarse al momento de abrir legajos y destapar ollas. La ausencia "física" de la trasmisión de atributos del mando de 2015 no vino precedida, tal como sucede en el caso de sucesiones ordenadas, por una "transición" que también lo es, y que en este caso ni siquiera se guardaron las apariencias, con un Congreso en el que la coalición que lo había llevado al poder se encontraba en notoria minoría, mientras que la justicia no se sabía si iba a seguir dormida, bizca o tuerta.

Es por eso, que aun en las actuales circunstancias, a la convocatoria presidencial debe considérasela como un acto de arrojo. Comenzando por el hecho de que la coalición triunfante que lidera, está constituida por agrupaciones políticas que, cuando no están en la mayor parte del país a medio hacer, dan cuenta de un dominio territorial que no condice, al menos, con la marchita y casi ausente frondosidad de su dirigencia. Y que por lo mismo que es así –salvo las reales y lógicas excepciones- haya que hablar de "fuerzas" políticas, a las que gráficamente cabría señalar como compuestas por "pocos caciques y pocos indios".

Para corroborar lo cual, y en lo que sigue no debe verse reproche alguno a la capacidad, formación intelectual o idoneidad de los que se menciona, cabe empezar por preguntarse si no había dentro del radicalismo otro dirigente que contara con virtudes parecidas a las de Atilio Benedetti, dado lo cual haya sido indispensable insistir una y otra vez con él como cabeza de lista. Y si conoce alguien quién es en realidad Alicia Fregonese, y de ser así ha visto alguna vez su cara, sino en la boleta que utilizó para votarla.

Mientras tanto en otros ámbitos, aparte de pasarse por alto lo precedentemente reseñado, se asiste a lo que se describe como la "necesidad de encontrar en alguna parte una oposición que funcione" (anotamos: no que sea funcional al gobierno, sino que funcione como tal y no como resistencia). En lo que pretende ser una forma elegante de hacer como si el peronismo no existiera (o desde una postura menos extrema diagnosticar y dar por cumplido un pronóstico de muerte). Postura ésta que tiene una suerte de variable en quienes la sostienen, donde se parte de la base equivocada de que el peronismo es "el" problema, con olvido mayor que aquí no es sino una parte del problema que nos involucra a todos.

Problema que, ciñéndonos al justicialismo, no se arregla con personajes no del todo inocentes, excluyendo al cristinismo como bloque dentro de esa fuerza. De lo que resultaría tan solo un lavado de cara, ya que renovar -re- novar o hacer de nuevo- es otra cosa.

De cualquier manera, ha llegado algo así como la hora de brindar porque realmente estemos ante un cambio de época, que se consolide en un cuerpo que no termine esclerosado.

Cambio que lo es, en tanto y en cuanto significa despojarse de mecanismos y funcionarios anquilosados y se adecúe a la marcha de los tiempos. O sea algo que consista en el "reformismo permanente" del que nos habla el presidente, el que nada tiene que ver con las ensoñaciones de Mao o de Trotski.

Y que sea a la vez algo radicalmente opuesto al gatopardismo que Lampedusa hizo historia, y que consiste en dar la impresión de cambiar todo, para que en definitiva todo siga igual.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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