Atención

Esta imágen puede herir
su sensibilidad

Ver foto

Compartir imagen

Agrandar imagen
En el comienzo de lo que sigue, se encuentra el contenido de un diálogo que alguien pudo y supo escuchar alguna vez. No se trataba de una mera charla con la que se alarga una sobremesa. Ni tampoco otra sobre bueyes perdidos, aunque en apariencia así lo pareciera. Ni de educación, aunque allí precisamente estaba su meollo. Y por encima de todo, lo difícil que resulta entender lo que significa echar raíces, tratándose ni de plantas ni de árboles, sino de una conversación, toda ella en cierta forma un amable lamento. Conversación llena de palabras simples, en las que estaba ausente tanto el enojo como el encono, y que venía a decir de un educado respeto, a la vez que inquietudes de espíritu nada vulgares.

Para terminar de redondear el tema y comenzar a glosarlo, dicho en forma telegráfica y con una concisión casi pedante ajena a los interlocutores, habría que decir que la charla giraba en torno a cuestiones vinculadas con la fitogeografía y la zoogeografía. Volviendo a lo llano: a lo poco que sabemos -unido a lo también poco y nada que se nos enseña al respecto en las escuelas- de árboles, plantas y gramíneas, así como de animales, aves y peces de nuestro terruño.

Yendo al detalle, que de chicos solo se aprenden nombres de plantas y "bichos" de la región y se muestra alguna lámina, y luego. . . sanseacabó. Dado lo cual, se escuchó agregar, ni siquiera reconocemos por su nombre plantas que son plagas, como el caso del abrojo o la tutia, y no nos atrevemos a levantar para preparar y comer ningún hongo de los que aparecen en determinadas épocas en los campos de tierras ricas después de las lluvias, por temor a envenenarnos, ya que no somos capaces de distinguir entre los comestibles, y los que pueden llegar a matarnos con su ingesta por ser mortíferos. Ni por asomo se enseña acerca de la distinción entre árboles autóctonos y exóticos, y la existencia entre estos últimos de "especies invasivas", como es el caso de la acacia negra, el paraíso, el crataegus y la rosa mosqueta; o de animales de idénticas características perversas, como consecuencia de su introducción en nuestro medio, como es el caso de los castores en Tierra del Fuego, o los jabalíes entre nosotros.

Una conversación con miga, tal como decíamos, que para empezar sirve para explicar la poca atención que prestamos a ese entorno maravilloso que nos circunda. Porque para poder disfrutar y querer a cualquier cosa, hay que comenzar por conocerla, y para hacerlo es lo elemental saber cómo se llama. Ya que, el poder señalarla por su nombre, es el primer vínculo que se establece entre el que conoce y lo conocido, que se vuelve hasta afectivo cuando se avanza en el conocimiento.

Conocimiento que por otra parte es inagotable, ya que de otra manera no se explicaría en una gradación agravada, ver chicos que nada saben de pájaros sino de simplemente cazarlos, para ni siquiera llevarlos a su casa para comerlos sino para tan solo matarlos, matrereando con su honda -a la que también se conoce como "gomera"- vigilante, para concluir en la escala ascendente -aunque en realidad no se sabe hacia adonde- con "tramperos" que cazan aves a las que conocen bien y hasta las quieren, para luego encerrarlas en jaulas como trofeos vivos, cuando no asumen el rol de punto de partida de ese perverso comercio de ejemplares vivos de especies autóctonas.

Mientras tanto, en escuelas y colegios se nos enseña botánica y zoologías, y dentro de esa temática la taxonómica, es decir el criterio para distinguir entre especímenes y encasillarlos en especies; un conocimiento teórico, el que precisamente por eso gira en el vacío, ya que no se hace la asociación entre esos criterios y ejemplares de especies que están casi frente a nuestras narices, pero miramos sin verlas, y que posiblemente sirvan para poco más que tener bien en claro que la vaca es un vertebrado cuadrúpedo y herbívoro. De donde aún en temas serios, se hace presente esa ligereza con lo que se tratan los temas que son frívolos o carentes de todo sentido.

Pero, como señalábamos al principio, queda todavía desplegar la moraleja. La que para hacerlo nos lleva a otear nuestro entorno, con nosotros incluidos, muy desde arriba. Y es allí donde se hace presente la cuestión acerca de si somos en realidad verdaderos "dueños de la tierra" que habitamos y hasta qué punto estamos en ella arraigados; es decir que hemos echado raíces.

Una cuestión que nada tiene que ver con el significado jurídico o el concepto de "propiedad", sino con la intensidad del vínculo que forjamos entre nosotros y el lugar en que habitamos. Vínculo que para ser raigal exige un conocimiento claro del entorno que es, como decíamos, la única manera de crear con el mismo una relación afectiva.

Algo que a la vez lleva a hacer una pregunta, no ya si somos -y hasta qué punto- dueños de la tierra que habitamos y si no nos comportamos como meros ocupantes, por no decir aves de paso. Aves de paso, es allí donde está el quid de la cuestión. Ya que el hombre está hecho para arraigarse, es decir para echar raíces, valga el impensado juego de palabras. Porque el desarraigo es precisamente lo que nos convierte en lo que comúnmente se dice "una bola sin manija". Es que el echar raíces trae como consecuencia la necesidad de sentirse y actuar como responsable del entorno suyo y de todos aquellos que con él lo comparten.

Máxime en los tiempos que corren, donde todo se acelera y por momentos tenemos la impresión de saber y a la vez de no saber dónde y para qué estamos, y mucho menos donde vamos a ir a parar.

De donde, queda claro hasta qué punto todo tiene que ver con todo, como le gustaba decir a la señora de Kirchner, repitiendo una sabia frase que había seguramente leído o escuchado en alguna parte. . . De donde llegamos a la conclusión que es posible establecer el vínculo que une a ese olor a tierra mojada, que en los tiempos en que el pampero soplaba fuerte preanunciaba la lluvia que iba a dar un respiro en el verano, lo que significa el haber echado raíces o su opuesto el desarraigo, y lo mal que se nos ha educado y la forma cada vez peor en que se lo sigue haciendo.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

Enviá tu comentario