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Xi Jinping, Presidente de China.
Xi Jinping, Presidente de China.
Xi Jinping, Presidente de China.
En los tiempos que corren en que el otro, por el hecho de ser diferente, no solo es materia de recelos y de desconfianza, cuando no de rechazo y hasta odio, resulta a veces difícil tocar ciertos temas, por el peligro de ser mal interpretados. Ya que existen situaciones, que al ser valoradas, pueden provocar reacciones que en nuestro caso al menos serían equivocadas, si se viera en ellas una muestra aunque más no sea velada de xenofobia, de discriminación racial o de cualquier tipo de fundamentalismo, incluido el religioso.

Nos encontramos entre quienes no hacen gala de "tener un amigo judío" como forma de disimular su antisemitismo larvado; sino que, por el contrario, estamos satisfechos de que en ese crisol de culturas y de razas que sirve de fundamento a nuestra nacionalidad, se pueda hablar con orgullo de "los gauchos judíos", como lo hacía Gerchunof, que si hizo esa feliz referencia a ellos es porque se sentía incluido en esa mención.

Es bueno que nuestra patria haya acogido a habitantes del cercano oriente a los que englobamos en la imprecisa designación de "sirios libaneses" y los que llamamos equivocadamente "turcos", cuyos descendientes han pasado a ser una parte más de nosotros, dado que como iguales les han sido abiertas todas las puertas, e inclusive han llegado a ocupar las más altas posiciones de gobierno.

Nos sentimos a la vez molestos cuando se hace presente un rechazo no siempre callado al "hermano latinoamericano" –así se lo declama, aunque no siempre se va más allá de eso- que se afinca entre nosotros, ya se trate de "orientales" o de paraguayos, bolivianos o peruanos que cinchan para adelante, muchas veces con más fuerza y tenacidad de quienes aquí hemos nacido. O de los venezolanos, que ahora comienzan a llegar a raudales por desafortunadas circunstancias conocidas, y los colombianos a los que debería ser una obligación mirar sin preconceptos.

Tendríamos que tener a flor de labio la pregunta acerca de qué pasó "con nuestros negros" –no porque fuéramos sus propietarios, sino porque fueron el sector más vejado de nuestro pasado, sin dejar por eso de ser unos más de nosotros-, que otrora fueron muchos, y que ahora en el caso que no se han vuelto invisibles, ya han dejado de existir. Y considerar que los integrantes de los "pueblos originarios" son más que pretextos para lindas palabras, sino personas a las que se debe atender como a otra cualquiera de nosotros de una manera efectiva y concreta, a la vez que merecedores que se respeten –como en el caso de todos- sus peculiaridades culturales.

Es por eso que al referirnos a China, lo que pasamos a hacer, es a aludir a China como Estado, y no a quienes allí han nacido o así se los considera racialmente o han hecho suya su riquísima cultura milenaria. No se trata en suma de que tengamos ojeriza, ni nos provoque temor "algún chino de algún mercado, de alguna esquina" como puede por caso ocurrir, por quienes no advierten que "el sol sale para todos".

Lo que sigue es consecuencia de la nota de un especialista en temas internacionales publicada hace pocos días en el diario Clarín. La que no estaba referida a nosotros, sino a la situación de Zimbawe, una africana ex colonia inglesa conocida entonces como Rhodesia. No es el caso de ocuparnos de los dimes y diretes que provoca la complicada situación actual de su longevo presidente vitalicio, arrinconado por una lucha por su sucesión entre los seguidores de su esposa, y otra facción que cuenta con un, en apariencia, decisivo apoyo militar. Sino a que en esa nota luego de hacer referencia que en Zimbawe su riqueza no es el petróleo sino sus diamantes, se señala que en marzo pasado, e influenciada por su mujer y aspirante a heredarlo, el nonagenario mandatario -marido de esposa joven aunque madura-, anunció la finalización inmediata de todos los contratos que involucran a las compañías chinas. Mientras tanto, el articulista escribe que "no debería ser visto como una casualidad que el jefe del ejército zimbawes, junto a varios de sus laderos haya aparecido en Beijing –nosotros por nuestra parte la seguimos llamando Pekín- apenas una semana antes de ese golpe nada inesperado".

Se trata entonces de asumir una realidad por todos conocidas, pero a la que no le prestamos la atención debida. Cuál es que el gigante asiático, ahora con toda su musculatura en forma, su estómago imposible de saciar y con una nueva mirada estratégica ha salido de su auto encierro –ello dejando de lado la multitud de agresiones que sufriera en los pasados siglos de otras potencias mundiales- y que no se ha abierto al mundo –cosa que ocurre en forma selectiva- sino que se ha literalmente "zambullido" en el mismo. Es que nadie puede negar el "gran paso hacia adelante" que sufrió ese "estado continente" en poco menos de diez años, le ha permitido en forma paralela sacar cientos de millones de los suyos de la pobreza y efectuar avances prodigiosos en el campo de las técnicas aplicadas y de la infraestructura, a la par de realizar una temible reestructuración de avanzada en las fuerzas armadas y convertirse, por la cuantía de su volúmenes en divisas fuertes, en el más grande financista y acreedor internacional.

De allí en más ha venido encarando una acción internacional estratégica con el objeto de asegurar sus fuentes de materias primas que están más allá de su frontera, convirtiéndose en una suerte de socio comanditado de los países africanos, ha comenzado a dar "el abrazo del oso" a la Venezuela con la bolsa vacía de Maduro, y hasta ha emplazado en nuestro territorio una base aeroespacial de objetivos imprecisos.

La despierta vocación imperial de China, no es ninguna novedad. La historia en toda su larga extensión, está llena de ellas. Que han dejado inclusive beneficios perdurables a un costo manifiesta y dolorosamente incalculable. Ya que no hay imperialismos buenos. Y que tan solo –si ese fuera el caso-, se puede hablar de imperialismos "menos malos".

Dado lo cual en el caso del "imperio del sol naciente" solo se trata de estar prevenidos con el objeto que no se repita, con una efectividad entonces ausente, lo que se dio con el imperio español, en el que no se hacía referencia a un "sol naciente" sino que se decía que en él "nunca se ponía el sol".
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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