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Nada nos debería causar extrañeza si se tiene en cuenta la escandalosa performance de tantos de los presidentes latinoamericanos, muchos de los cuales permanecen encarcelados, luego de ser condenados judicialmente; muchos otros con grandes posibilidades de llegar a vivir una situación similar y otros que permanecen inmunes ante cualquier posibilidad de llegar a serlo, al menos por ahora, a pesar de ser conocidos por lo menos por la mitad del mundo -a la otra mitad da la impresión de no interesarles o preocuparse de un estado de cosas de este tipo- como enormes y desfachatados sinvergüenzas; eso entre otras cosas.

El caso extremo es el de Perú, donde hay un expresidente septuagenario que puja por su indulto o por lo menos por su prisión domiciliaria, otro presidente procesado y entre rejas y un tercero prófugo. Las cosas no son muy diferentes en Ecuador, donde tenemos un vicepresidente en prisión, a la espera de un juicio que tiene grandes posibilidades de terminar en condena, porque allí también "el gran corruptor" -un nombre que le cabe a las mil maravillas a la multinacional brasileña Odebrecht- metió la cola, que un fiel seguidor y amigo del entonces presidente Correa, no se habría, para su desgracia, privado de la tentación de tocarla, sin saber que ello significaba no otra cosa que jugar a una suerte de "mancha envenenada". Mejor ni hablar de Panamá, donde se dio el caso que a un presidente "lo extrajeron" los marinos norteamericanos, y sin mediar palabras se lo llevaron a su país, donde fue juzgado y condenado a una pena a perpetuidad por sus vinculaciones con el narcotráfico, entre otras lindezas.

Nos quedaría, en un repaso de este tipo aludir a Brasil -el mayor foco séptico continental de corrupción- donde la destitución de una presidenta, cosa que merece fundados reparos, ha venido acompañada por la estampida de ministros que dejan su cargo, como mosquitos fumigados con "Flit"; con diputados de todos los colores que dan cuenta de un comportamiento censurable de las mismas características, y donde hasta Lula da Silva -que provoca la irresistible tentación de encontrarlo simpático- se encuentra condenado por sentencia que todavía no está firme por oscuros manejos patrimoniales y tránsito de influencias, pero que a la vez se postula como candidato para volver a su antiguo y máximo cargo.

Escándalo mayor es el de Temer, un presidente que sin caer en un juego de palabras, hace honor al apellido por ser realmente de temer, y que se mantiene en el poder a pesar de todas las acciones penales en su contra, no se sabe si por un misterio o un milagro, con el que la política y los políticos no dejan de sorprendernos.

Nada de ese ligero repaso sirve ni para explicar, ni mucho menos justificar, el vergonzoso espectáculo que se vivió en el Senado de la Nación, el recinto que cobija a lo que no son otra cosa que "altos comisionados" de las provincias, dentro del contexto de nuestra estructura federal de gobierno, cuando no solo se lo vio a Carlos Saúl Menem jurar como senador de la Nación por La Rioja, sino después proseguir, ocupando la atención televisiva, al observárselo izar en el recinto el pabellón nacional.

No importa que no lo hiciera por ser algo así como "el mejor alumno de la escuela", al que en su momento se lo apreciaba y distinguía precisamente con el título de abanderado, ni tampoco por ser "el primero entre sus pares", sino por ser el más longevo. Circunstancia de la que es merecedor de respeto por su apenas disimulada decrepitud.

Es que ni Menen debió ser nunca candidato, ni menos al consentírselo resultado electo. Una circunstancia que nos debe avergonzar a todos como argentinos, y de la que ya están rindiendo cuenta en carne propia desde hace tiempo los riojanos y que debería servir para hacer desaparecer ese rictus, que da la impresión de sonrisa, del presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, porque al consentir que Menem pudiera competir como candidato hacía que se tuviera que ver -lo que no significa que efectivamente ocurriera- la imagen de la cabeza del Poder Judicial mancillado.

Es que Menem es responsable de infinidad de transgresiones a la ley, por las que no siempre ha resultado juzgado y condenado, pero no se puede olvidar que cometió un delito de verdadera traición a la Patria con su participación en la hecatombe de Río Tercero, con la que se buscó encubrir el contrabando de armas a Ecuador y a otros destinos, de la que él y su gobierno fueron partícipes principales.

A lo que se agrega que, con situaciones como la referida, se contribuye no a otra cosa que al desprestigio de las instituciones y de sus miembros -gravísima consecuencia en la situación actual de peligrosa fragilidad de instituciones que buscan esforzadamente consolidarse- sobre todo teniendo en cuenta que se hace presente la pregunta, que no requiere respuesta, de con qué autoridad moral podrá apartar de aquí en más a uno de sus miembros por considerarlo incurso en "desorden de conducta", cuando ha sido cómplice de tamaña enormidad.

De allí que vienen como anillo al dedo las flamantes declaraciones formuladas por el nuevo presidente del Superior Tribunal de Justicia, Emilio Castrillón, cuando al asumir su cargo afirmara que "en los temas que hacen al Poder Judicial no debería haber ningún tipo de duda de que hoy lo primero que se necesita es recuperar la credibilidad y el respeto, la uniformidad de los fallos y horizontalizar el Poder Judicial para entender que es un poder del Estado pero también es un servicio público que debe cumplir desde el primer vocal al último ordenanza".

Es que en el estado de cosas en el que hemos caído en nuestra larga y lamentable decadencia en todos los órdenes, la subversión de valores es, sino la mayor, de cualquiera manera una de las principales que se ha vivido. Ya que se ha pretendido adquirir con la ocupación de un cargo, ganar el prestigio con el que debiera ser su principal deber el de vestir el cargo. Cosa que para comenzar no siempre tienen en cuenta quienes al ofrecérseles la oportunidad de ocuparlo, deberían dar muestras de la honestidad que significa el rechazarlo, cuando se es consciente de su ausencia de idoneidad para merecerlo. Una regla de comportamiento que es válida para todos los ámbitos en los que despliega su accionar el Estado.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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